Ya estábamos en el pleno trabajo. Amelia asomaba a la vida, yo sentía estar cerca de la muerte. No quería oír nada. Estaba en “Tolerancia cero”, las palabras me molestaban, no quería que me toquen. Solo intentaba con fuerza para que fueran los últimos intentos. Tras casi 15 minutos de intento, el sonido más hermoso de mi vida penetraba mis oídos y me llegaba al corazón. Amelia me daba la bienvenida al mundo, a un mundo real, donde definitivamente yo ya no era lo primero, donde podía sentir por primera vez el amor en su condición más pura, que darlo todo por ella era poco, porque hasta el día de hoy hago lo que jamás imaginé que podría hacer y ahora tengo un gran motivo: Mi hija.
El dolor persistía, sinceramente. Aunque por segundos me iba de este mundo solo sintiendo a mi recién nacida. 3 kilos 960 gramos y 51 centímetros de amor sincero, que venían de mí. Cómo una bola en la barriga pudo convertirse en 40 semanas y 2 días en algo tan significativo. El desarrollo humano era en su máxima expresión lo que me impresionaba más durante todo este tiempo. Y en este punto, mi observación detalla de Amelia iniciaba la parte física.
Después del parto solo permanecí 8 horas en el hospital. En un cuarto común, donde solo estábamos Amelia y yo, ella bien envuelta en una especie de camita de plástico y yo en una camilla. Estaba adolorida, cansada y nerviosa, pero no podía dormir, solo observaba a Amelia dormir, cualquier cosa extraña que hiciera al dormir me alertaba, tenía un botón de emergencias para que vayan a atendernos, lo apreté mil veces cuando Amelia empezó a llorar por primera vez, después del parto. No sabía qué hacer en lo absoluto, le acaricié el cachete y le dije, “Tranquila mi amor, acá estoy.” Se calmó al instante y seguimos descansando las dos.
Ahora sí empezaba mi labor, pensaba en qué momento se me activaría el instinto maternal. Reacia al Estado Holandés y su “recomendación” a tener una enfermera en casa durante al menos cuatro días para que nos cuide, como buena peruana, culturalmente segura del saber cómo madre de mi mamá, sin darme cuenta de que tuvo a su último bebé hace 21 años atrás. Sin tías, hermanas ni abuelitas cerca para que nos ayuden al menos con el ABC del cuidado de un recién nacido, cedí ante la propuesta holandesa y terminé haciendo una llamada de emergencia al servicio de enfermeras. Esa primera noche, francamente, no tenía idea de qué hacer, Amelia solo lloraba. No sabía si de hambre, de sueño, de incomodidad o de miedo a este nuevo mundo.
Hanneke es el nombre de la enfermera que fue a ayudarme. Una señora de unos 60 años, con una paz infinita que emanaba por sus ojos celestes y que al instante empezó a enseñarme todo lo necesario para cuidar a Amelia de la mejor manera. De cuatro días, nos fuimos a ocho. Poco a poco iba descifrando a mi bebé, era todo secuencial y con un apoyo extra me sentía encaminada a cuidar sola de Amelia.
Hoy, a los 8 meses de nacida, siento que cada día seguimos aprendiendo juntas. Todos los días hay una nueva mirada, todos los días surge algo distinto en nosotras y el amor crece cada día, más y más.
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