El llegar a esta nueva ciudad era el inicio de una nueva vida, tendríamos que adaptarnos a una nueva sociedad, otra vez. Sí sabíamos que los primeros días serían difíciles, pero jamás pensé que tanto. Ya en nuestro nuevo hogar, nos veíamos llenos de emoción por lo lindo que nos parecía todo lo nuevo, nos hacía tener más confianza, lo que en un principio era básico para la adaptación, ojo, solo en un principio y como dice el dicho, que bien se ha dicho, no todo es color de rosa.
La primera semana fue de sorpresas y de novedad, pero en la segunda el encanto se fue perdiendo… Encargarme de Amelia y mantener la casa me tomó 24 horas al día, los cambios que eran para bien, volvían a hacer un caos en mí. El papá de Amelia iba apoyándome en lo que, en la medida de lo posible, podía y porque en su transición, también se sentía abrumado. Por mi parte, las horas que pasaba sola al inicio del día se me hacían interminables. Amelia se encuentra en época de descubrir y no podía privarla de la curiosidad, aunque ello signifique para mí tener que observarla todo el tiempo y casi no poder hacer nada más. Me aterraba la idea de verla caer, de que se atore con algo, incluso no solamente en ese ámbito, sino en el tema de la comida, si no quería comer, me sentía culpable. Era lo mismo que me pasaba cuando le daba de pecho y la leche que producía no era suficiente para saciar su hambre, me estresaba pensar que mi hija no comía lo suficiente, claro, lo suficiente para mi perspectiva. Me daba pena que por las noches se despertara y no se sintiera en casa, que llorara casi sin razón y no poder explicarle que esta era su nueva casa.
Siempre me preguntaba por qué existen otras madres, incluso de más niños que pueden hacer muchas cosas a la vez y yo no. Me sentía inútil y fracasando como mamá. Como mujer, estaba en las mismas, no me daba ni un poco de tiempo para mí, no hacía ejercicio, podía pasar todo el día en pijama y comiendo solo dulces.
Lo hablé con Fabrizio (sí, hoy se los presento, Fabrizio es el nombre del papá de Amelia, mi esposo veinteañero). Me dio su apoyo incondicional, pero el agregado fue que me dio una muy buena solución, conseguir a alguien que me ayude en casa. Me hizo entender que estaba cansada y era cierto. Desde que llegue no me detuve a descansar, fueron actividades día tras día y venía con la yapa más hermosa, Amelia. Y que si no quería comer era porque no tenía hambre y que mientras se sustente con la leche, no tendría que preocuparme, que ella también se estaba adaptando a todo el cambio y que si se caía era parte de su aprendizaje, claro, en la medida de lo posible no la expondríamos, pero que si de manera accidental sucedía, era eso mismo, un accidente. La respuesta que me dio me ayudó tal vez muchísimo más que el hecho de que inmediatamente buscara una solución, porque así entendí que las cosas que yo estaba sintiendo eran un cumulo en mí y que no estaba recayendo tal vez en perderme a mí misma.
Los siguientes días hicieron una gran diferencia, me arreglé, salimos de paseo, nos tomamos un aire y una Inca Kola. De noche, Amelia se quedó con papá y yo fui al gimnasio. Hice 40 minutos en la caminadora, mientras sentía como volvía la paz y pensaba cómo contarles que me equivoqué al pensar que era una mala mamá, porque tal vez todo hubiera tenido respuesta inicial si solo me sentaba a observar lo bien y hermosa que esta mi pequeño, tierno, gracioso y muy feliz caos.
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